miércoles, 10 de junio de 2015

"Paraíso infernal", por Jose León.

PARAÍSO INFERNAL

La conocí en un prostíbulo de medio pelo, pero era un ángel. Un ángel de piel negra y procedencia amazónica. Yo bajaba con una rubia espectacular con la que estuve follando media hora sin parar y aún nos quedamos los dos con ganas. Era una auténtica profesional y encima disfrutaba con su duro oficio. “Lo coño en la polla” decía que le gustaba. “Lo coño en la polla”, es decir, llevar el mando, controlar la situación. Sentirse poderosa, dueña de su cuerpo y de su voluntad.

Bajando esos escalones malditos, su moreno de cabellera y de ojos hechizó mi mirada. Su pelo rizado enmarañado era tan salvaje como sus marcados rasgos indígenas. Me lanzó una mirada de desprecio que interpreté como celos, no sé si profesionales o personales, y que me congeló la sangre, al mismo tiempo que aceleró mi intimidado corazón.

Volví lo más pronto que pude con la cartera llena y el único deseo de encontrarla y, por supuesto, poseerla. Un deseo que palpitaba cada noche en mi entrepierna.

La elegí, entre otras bellezas exóticas que ya no podían impresionarme, pagué por ella la cantidad estipulada, por su cuerpo y su tiempo, mejor dicho, y me tomó de la mano escaleras arriba, contorneando a ritmo de samba sus firmes nalgas delante de mis narices.

Era menuda, pero con una presencia enorme, infinita. Simplemente le dije: “Tu cara es preciosa, déjame ver ese cuerpecito”. Sólo con sus movimientos, me daba cuenta de que su juventud era tan arrolladora como su madurez. Empezó a desprenderse de su corpiño de encaje y su minifalda de terciopelo, ambas cosas de negro azabache.

Negro ardiente bajo una abrasadora luz roja.

Se movía delicadamente, como una mariposa nocturna, y me mostró primero sus pechitos de chocolate con alta concentración de cacao en sus morenos pezones, suu arrugado e incluso antiestético vientre materno y, finalmente, su poblado pubis, su coño ancestral y primitivo. El origen de la vida misma. La puerta de entrada al paraíso infernal.

Se acercó hacia mí, tumbado boca arriba en la cama, observando en el espejo que colgaba del techo el reflejo de mi pene, más crecido que nunca, con una erección volcánica. Se echó encima mía casi por sorpresa, con un movimiento felino propio de una gata salvaje. Salvaje y negra toda ella, camuflada en la oscuridad de su noche cómplice. 

Comenzó a besarme frenéticamente con unos labios inmensos rojos, más rojos que cualquier pintalabios rojo, una boca donde cabía entera mi mandíbula. Era como si quisiera devorar todo mi ser de un solo bocado. Bajó entonces hacia mi poblado pecho, recorriendo con su juguetona lengua toda mi geografía, un mapa de estímulos sin límites conocidos. Mis pezones, durísimos, hervían bajo el arrecife de sus dientes de coral; mi vientre subía y bajaba desbocado al ritmo de mi respiración entrecortada y el suave roce del aliento de su delicada nariz. Mi polla parecía querer salir de sí misma y de repente encontró su boca, o quizá fue al revés, pero eso daba exactamente lo mismo, una cueva de placer sin fin, un océano donde desembocar mis ríos torrenciales.

Luego se colocó sobre mí a horcajadas y comenzó a cabalgar como una yegua asustada. Sus caderas parecían desencajarse por la locura imposible de sus movimientos. Gemía de placer y yo no podía concentrarme ni en aguanntar al máximo la eyaculación. Saltaba y botaba sobre mí cada vez más alto y yo la lanzaba más y más arriba, sosteniendo con mis brazos su peso pluma. ¡Volando! ¡Estoy
volando!, gritaba. Yo ni siquiera la oía, porque lo único que podía hacer era sentir.

Me corrí estremecido y nno habían pasado ni cinco minutos desde la penetración, pero ella relamió toda mi blanca, viscosa y espesa nieve, hasta la última gota, y mantuvo bien firme mi miembro. Se insinuó a cuatro patas y me ofreció su agridulce fruto de El Dorado, que chupé profundamente y absorbí hasta quedarme con la boca seca, oyendo sus sordos gemidos.

Empujé con fuerza y ella gritaba de placer, pero parecía de dolor. Le di la vuelta bruscamente, incluso con cierta violencia, me metí sus senos enteros en la boca, tratando de exprimir toda su esencia y beberme su cuerpo a través de sus cálidas tetas.

Finalmente, habiendo perdido ya la noción del tiempo y de nosotros mismos, caímos agotados, sudorosos, abrazados y fundidos como una aleación orgánica de metal.

En ese mismo instante, ambos supimos que nos amaríamos toda la vida. Incluso aunque nunca nos volviéramos a ver. 

Y nos lo dijimos con una fugaz mirada eterna.




Por Jose León