Hace unos años tuve la extraña ocurrencia de imaginarme
convertido en diversos personajes de cuentos tradicionales.
Metiéndome así, como quien dice de contrabando,
en el interior de esas historias,
esperaba entender mejor el porqué
de que hayan tenido tanta difusión.
Para ello, naturalmente,
tenía que apoderarme de su verdadero sentido,
que es el tesoro oculto de todas estas narraciones.
Descubrí de esa extravagante manera que muchos de esos relatos
dieron en la tecla de algo que toda la especie, en secreto, deseaba hacer suyo.
No otra explicación puede tener que Alicia siga añadiendo lectores,
a los que subyuga una y otra vez meterse por los vericuetos del inframundo,
como si fuera adentrarse en las oscuras galerías del alma colectiva.
Y desde hace mucho tiempo, también con la ayuda de innumerables
ilustradores o cineastas.
El hecho es que cada época ha vestido a estos arquetipos con su estética,
si bien las historias han permanecido tal cual.
Pero si no queréis meteros en muchos berenjenales,
tened en cuenta solo una cosa,
no por evidente menos importante:
algo hace que esos cuentos resistan la marcha demoledora del tiempo.
Y sospechad al menos que su verdadero sentido
se aloja en la lectura segunda, o simbólica.
Así que me metí en el pellejo de esos personajes,
apurando mi propia imaginación,
y fue como escribí algunos textos que os quiero ofrecer,
por si os ayudan a acercaros al entendimiento de las historias
que se pintan en este libro.
Debido a ese artificio es por lo que alguien habla o piensa en primera persona.
Antonio Rodríguez Almodóvar.
Érase una vez, allá por Japón, cuando una niña japonesa de unos diecisiete años descubrió que tenía poderes sobrenaturales. Y para guardar su secreto, se metió a Geisha.
Tuvo entonces conocimiento de un japonés, Naoko, y una japonesa, Kamo, que estaban totalmente enamorados. Tanto que se querrían hasta la muerte.
Como símbolo de su amor, Naoko le regaló una bonita margarita de flor que se mecía en su macetero azul.
Esta Geisha se dio cuenta de que el amor entre Naoko y Kamo les tenía que durar hasta la muerte, y con sus mágicos rituales de magia blanca decidió ingeniárselas para viajar en el tiempo...
Pero no hacia el pasado, sino hacia el futuro para asegurar el eterno amor entre Naoko y Kamo.
De repente, en su intento de viajar al futuro, se encontró en el monasterio un billete de cinco euros que casualmente decía:
"Al final todo saldrá bien..."
Así que como pudo viajó al futuro y tuvo una tarde de té con Naoko y Kamo ya casados y con tres hijos...
Como eran ellos una familia más por vivir, siguió leyendo el mensaje del billete y pensó:
"...y si no sale bien es que no es el final".
Y hasta el final estuvieron Naoko y Kamo enamorados.
Rosalía.
Los amantes mariposa.
En mi larga historia, unas veces me ha tocado abrazar
a la muerte y otras veces al amor.
Plegando mis alas fúnebres,
he cobijado muchos cuerpos en su destino final.
Anudándome el cíngulo, he estrechado los deseos de los amantes
en su primera noche.
Pero nunca pensé que haría ambas cosas a un tiempo.
Hasta que me tocó, a mí,
el kimono blanco de las tradiciones japonesas,
acompañar a Naoko y a Kamo en su desdichada
y al mismo tiempo feliz historia.
Anduvo mucho tiempo perdido nuestro amigo.
Había dejado atrás a sus colegas de aventuras: el zorro comediante y el gato tramposo. Y ahora se hallaba solo: Pinocchio pensaba en todo lo que le había sucedido en su corta vida. Recordaba a su padre y creador, Gepetto.
Cuánto le añoraba. Mientras imaginaba lo vivido con el hombre que le enseñó acerca de la vida cosas básicas que debía saber: "recuerda, querido Pinocchio, estar bien siempre contigo mismo, tengas lo que tengas, rico o pobre. Es en tu corazón, hijo mío, donde se halla tu mayor tesoro".
Todavía sentía los besos tiernos de su padre creador.
En un momento dado, rebuscando entre sus ropajes, dio Pinocchio con un objeto.
Una piña, se dijo. No sabía qué hacía allí, pero se alegró de tenerla.
Bueno, me da a mí que esta piña servirá de guía a mis pasos; pensó.
Confiando en que haría lo que estuviera mejor para sí y para los demás, el chico continuó su camino.
Anduvo y anduvo. No sabía ya cuánto camino había recorrido pero sí que sus pies comenzaban a estar cansados. Entonces cayó rendido y se durmió debajo de un árbol.
La imagen de un elefante, un gran paquidermo, aparecía en su sueño.
Cuando despertó, pensó "¡qué bien me vendría un elefante como ése! Su simple compañía sería genial. Además me podría servir como medio de transporte y... Pero, bueno, ¿dónde? ¿cómo encontraré un elefante?".
También se decía: "Y tendré que hacerme su amigo, antes que nada".
Caminaba nuestro amigo por el bosque cuando encontró entre la hierba un objeto luminoso.
"Es una tiza. ¿Qué hará aquí?".
Pasados unos segundos, se dio cuenta de algo: la tiza era lo que necesitaba.
"Con ella crearé a mi elefante, ¡claro que sí!".
Y se puso manos a la obra.
Acabada su obra (lo más cercana posible a como aparecía en el sueño), pensó el chico en unas palabras mágicas que conocía de su hada. Después de pronunciarlas, ahí estaba el gran elefante cobrando vida, tal como Pinocchio había imaginado.
-Ahora amigo Duhr -así lo bautizó-, tú y yo recorreremos el mundo. Lo haremos con alegría, pase lo que pase. Todo aquel que quiera ser nuestro amigo se unirá a nosotros y haremos amigos por el camino, buenos amigos con los que compartiremos. Ésa será nuestra mayor riqueza.
Así, con alegría en su corazón, en compañía del elefante Duhr y con su piña como guía, Pinocchio continuó el camino.
Raúl.
El hada de Pinocho.
Tonta de mí. No haber previsto que con la naciente humanidad
de mi muñeco borboteaba en su interior ese otro deseo
incorregible de la viva especie mortal: el de ser libre.
Impulsado ciegamente por él, Pinocho volvió a las andadas.
Emprendió de nuevo el camino del bosque,
y otra vez se dejó engatusar -nunca mejor dicho-
por el gato tramposo y el zorro comediante,
que le hicieron creer que había un cierto lugar
donde podía sembrar su dinero como se siembran las acelgas...
Una vez que se acostumbraron a la oscuridad del interior de la barriga del lobo, Caperucita y su abuela superaron la parálisis provocada por el miedo y la claustrofobia de estar allí dentro y decidieron hacer algo para escapar o, al menos, para hacer más llevadera su estancia en las entrañas del animal.
Afortunadamente, al no haber sido masticadas, ambas conservaban todos sus miembros en perfecto estado. Es más, la abuela mantenía una agilidad y destreza envidiables para su avanzada edad lo que, sin duda, podría contribuir a la consecución de su objetivo.
Analizada la situación, habiendo investigado minuciosamente el terreno, nieta y abuela concluyeron que la única forma de salir de ahí era volando. Sólo así podrían ascender desde los burbujeantes jugos gástricos del lobo hasta su esófago, garganta arriba, para, por fin, salir por el mismo sitio por el que había entrado hacía ya demasiado tiempo: la boca del lobo. Expresión coloquial que en el caso de ellas era literal.
Buscaron ayuda en alguno de los objetos de los miles ya deglutidos que se arremolinaban en el estómago del feroz depredador. Por lo que pudieron comprobar, el lobo no solo las había engullido a ellas dos, también a todo lo que se le pusiera por delante.
Encontraron de lo más variopintos cachivaches, que permanecían aún intactos a la digestión del animal, igual que ellas.
Un San Pancracio dorado y un reloj de bolsillo, aparentemente de plata fueron los dos objetos que rescataron de entre todos ellos.
-¿Y cómo vamos a volar con esto, abuela? -le preguntó Caperucita, desesperanzada.
-Con fe y tiempo, querida -respondió ella de inmediato-. Fe en San Pancracio y todo el tiempo que le sobra a este reloj -añadió mientras inspeccionaba ambos objetos.
Caperucita pensó que su abuela acababa de volverse loca por lo disparatado de su contestación pero, no obstante, sintió que ella también necesitaba aferrarse a alguna posibilidad de salvación, por absurda que ésta fuera.
A fin de cuentas, antes de haber sido engullidas por el lobo, cuando vivían en el mundo exterior, la fe -si se le quiere llamar así, aunque Caperucita prefería otros calificativos como ilusión o tenacidad- y el tiempo -las horas, los días, meses, que había invertido tras aquellos objetivos que se había ido proponiendo- habían sido pilares fundamentales en su vida.
Quizá su abuela no estuviera diciendo ninguna tontería.
-Pero... abuela... -titubeó antes de peguntar- ¿cómo puede ayudarnos a volar algo tan abstracto como la fe y el tiempo?
-¿Acaso volar te parece algo palpable? -respondió, tajante.
Caperucita se quedó pensativa. Sabía que las palabras de su abuela encerraban siempre gran sabiduría. Después de un rato, le dijo:
-Sí, abuela, pero en este caso el tiempo nos juega en contra. Cuanto más tardemos, menos posibilidades tendremos de sobrevivir. Si nos demoramos demasiado acabaremos derretidas por el ácido de los jugos gástricos.
-Sólo tienes en cuenta el reloj, querida -sentenció la abuela-. No olvides la fe en San Pancracio.
Caperucita volvió a callar por no saber qué responder ante semejante afirmación. Seguramente, por su juventud, ella era más racional y práctica que su abuela. Y más impaciente, por eso le enervaba tanta parsimonia.
-No creo que con fe puedas volar, abuela -dijo finalmente, irritada-. Yo voy a buscar otras alternativas para poder volar y salir de aquí.
La abuela no dijo nada.
Caperucita rebuscó nuevos objetos: encontró una piña, un colgante de un elefante, una margarita de plástico y hasta un billete de cinco euros en el que había escrita a bolígrafo una frase que decía: "Al final todo saldrá bien. Y si no sale bien es que no es el final".
Qué oportuno, pensó la pequeña, pero qué poco útil también.
Durante días, Caperucita siguió buscando y rebuscando en el vertedero estomacal del lobo ya que seguían apareciendo nuevas cosas que el animal engullía ansiosamente. Encontraba de todo menos lo que verdaderamente necesitaba: unas alas.
¡Claro! ¡Eso era lo que de verdad le permitiría volar! ¡Unas alas! ¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Enfadada, triste y bastante desesperada ya, regresó a donde estaba su abuela pero ya no la encontró. Temió que hubiera muerto. Se echó a llorar hasta que, de repente, escuchó a lo lejos una voz que parecía estar llamándole.
Era la voz, la voz de su abuela, la inconfundible voz de su abuela.
Miró para arriba y la vio allí, y lo más increíble de todo es que estaba volando, volando a sus anchas alrededor de las paredes del estómago del lobo, a salvo.
-Querida nieta -dijo desde lo alto-, no te preocupes, algún día tú también podrás volar. Mientras, yo te estaré esperando aquí sin prisa, con todo el tiempo del mundo, y confiada, con fe en que lo conseguirás.
Javi.
La abuela de Caperucita.
Después de todo, no se está tan mal en la barriga del lobo.
Teniendo en cuenta que he sido engullida,
es decir, no masticada, quiere decirse que más tarde o más temprano
alguien me sacará de aquí.
O sea, que todo esto no es más que una representación
del animal totémico, que da forma a la cabaña donde entran los iniciados
y salen hechos unos hombrecitos.
Lo que no se explica es qué pintamos Caperucita y yo entrando y saliendo
de la boca del lobo.
Ni qué pinta el cazador, abriéndole la barriga y recargándola de piedras,
lo cual pertenece a otro cuento,
el de los siete cabritillos.
Y no les cuento que en la verdadera historia de Caperucita
había un gato que advertía a la niña de que lo que estaba en la cama
no era precisamente su abuelita.
O sea, que en realidad se trata de un cuento
mucho más complejo de lo que parece,
y donde lo único que está claro es que
las niñas deben tener cuidado de no irse con cualquiera.
¿Y para eso tanto lío?


















