lunes, 6 de abril de 2015

"De médico, poeta y loco, todos tenemos un poco".





Me miras de una manera que me vuelve loca.
Con esto no hago daño a nadie,
es algo que guardaré para mí.
Todo lo que voy a hacer esta noche lo he soñado mil veces,
hasta el más mínimo detalle.
 
 
 
 
 
 
Era bella, preciosa, bonita como ella sola.
La deseaba desde el momento en que la vi, vestida con aquella fina bata blanca. Se adivinaban sus pechos, su trasero, su vientre, sus piernas.
La deseé infinitamente. Tomarla, poseerla, follarla, penetrarla.
Lucía, tu boca me llama. Tu lengua, tus labios, tu naricita, tus orejas. Todo en ti me llama.
Era un chico desvalido; en su silla de ruedas se desesperaba por poder andar. Yo no podía ofrecerle más que consuelo, hacerle los rutinarios ejercicios rehabilitadores. Pero sabía que ya nunca podría ponerse de pie.
No podía decírselo. Le rompería el alma.
Prefería parar el tiempo, esperar a que algo pasase, que me librase del trance de comunicárselo.
Era tan guapo, tan lindo interiormente. El mundo es injusto.
 
Me gustaba pasear con ella. Mejor dicho: que me pasease. Ansiaba el día en que pudiese tomarla de la mano y andar con ella. Por el campo o la ciudad. Donde sea, pero con ella.
 
Un día se me declaró. Lucía, te amo. Te quiero. Te deseo.
 
Dirigí mi boca a su boca. Entreabrí los labios y le besé. Mi lengua en sus comisuras. Le eché el aliento. Mi mano en su entrepierna.
Tenía una erección, le acaricié, le mordí en el cuello.
Como él no podía moverse, me senté sobre él, bajadas las ropas, y lo sentí dentro.
 
El día en que fue mía empezó para mí una nueva vida. Han sido tantos los desengaños que creí que nunca más volvería a tener una relación satisfactoria.
Pero con ella empezó una nueva cuenta. Le dije que la quería y tardó poco en ser mía.
Se sentó sobre mí, quitados los impedimentos, y la penetré.
Desde ese día, me deprimí profundamente. Nunca volverás a andar, Nícola. Tu vida será para siempre en una silla de ruedas. Dependerás de que te paseen, te metan en la ducha, te acuesten. Olvida toda esperanza, todo sueño.
Para ti el fin se ha adelantado, estás ya medio muerto.
 
Un día desapareció.
Se fue sin despedirse, sin un adiós, cariño, te quiero. Siempre la recordaré con amor.
Me dio más de lo que yo podía desear.
La nueva fisioterapeuta me dio la noticia y entonces comprendí.
Tenía miedo de atarse a un cadáver.
No se lo recriminé.
No te lo recrimino, Lucía.
 
JOSE LORENTE.
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Lucía tiene veinte años y una esquizofrenia paranoide que le hace autolesionarse.
Nunca ha tenido novio, pero cuando vio por primera vez a su psiquiatra Nicolás se dio cuenta de que no le hacía falta ninguna pareja ya que era feliz solamente mirándole, escuchándole o esperando una sonrisa suya.
Desde que lo había conocido los cortes eran más frecuentes.
Él la escuchaba y sus palabras eran como el fresco canto de un pájaro, pero entonces se tocaba la mano y notar ese aro de oro le devolvía a la realidad de ser un hombre comprometido.
 
Lucía llegó un día con las muñecas vendadas por enésima vez. Él se mostraba cada vez menos paciente y esa vez pasó de la preocupación habitual al enfado más brutal:
-¿Por qué lo haces? Estás cansando a tu familia, estás cansando a tus amigos. Y me estás cansando a mí.
Ella empezó a llorar y se dio cuenta de que lo que estaba haciendo era una tontería porque él era de otra mujer, pero aún así desató sus sentimientos y le espetó en la cara:
-Lo hago por verte.
El dejó de avasallarla y se arrodilló frente a ella que estaba sentada. La cogió de las manos y besó sus vendajes. Pretendía parar pero subió besando sus brazos, sus hombros, hasta su cuello y allí se detuvo.
Ella se estremeció y siguieron besándose los labios.
 
No importó que estuviera casado ni que le doblara la edad.
 
Se amaron siempre.
 
 
 
NANI.
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Llegué al hospital un miércoles por la tarde. Tenía que hacer sesiones de rehabilitación durante un mes. Había tenido una caída de un andamio y aunque el golpe no había sido de mucha importancia, el doctor Antonio Pardo había recomendado sesiones de rehabilitación antes de ingresar si fuese preciso.
 
El primer día fui contento, dispuesto a conocer gente nueva y así fue. La rehabilitadora era una chica atractiva, no muy joven, unos treinta y cinco años, pero era una morena que tenía la mirada de una pantera negra.
Me tumbé en la camilla como ella me dijo y empezó a darme masajes en la espalda. Pensé que era su trabajo, pero cada vez se acercaba más al trasero.
 
-¿Cómo te llamas? -me preguntó.
-Nícola, pero todos me llaman Nico. ¿Y tú?
-Lucía.
-¿Y te llaman Luci?
-No.
-Déjame que te llame así, si quieres -le dije, aprovechando el momento.
-Si me dejas que termine el trabajo.
Siguió dándome masajes en la espalda y de vez en cuando llegaba más abajo.
 
Pasaron los días y se estableció entre los dos un vínculo de amor y amistad que iba más állá.
Un día me dijo que había ido con su novio a un viaje y ni siquiera se habían besado. Había durado dos días.
 
-¿Quieres venir esta tarde a tomar un helado? -le pregunté.
-Está bien.
 
Esa tarde fui a tomar un helado con ella y cuando terminó, aprovechó para sentarse a mi lado. Fue entonces cuando le besé en la boca. A ella le gustó y se dejó llevar.
De repente se separó y me dijo:
-Lo siento. No debí nunca haber salido a tomar el helado contigo.
-No pasa nada. Intentaré no pensar más en ello.
 
 
LUIS.
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Había visto un montón de veces El príncipe de las mareas pero nunca se había imaginado repitiendo en su cabeza como una martilleante cantinela el Lowenstein Lowenstein... de la película que en su realidad rezaba como Lucía Lucía...
 
Después de varios diagnósticos diferentes y de haber pasado por manos de distintos profesionales, Nícola había sido catalogado como TOC pues parecía que sus manías, al rozar lo patológico, sobrepasaban los límites de la normalidad y entraban en el considerado trastorno obsesivo compulsivo.
 
Su nueva psiquiatra, Lucía, le había planteado una terapia innovadora. "Algo experimental que mezcla la hipnosis con técnicas de relajación orientales" le había dicho. Y Nícola había aceptado encantado ponerse cual conejillo de Indias en manos de aquella atractiva doctora de labios y pechos voluptuosos e interminables pestañas que, más que hablarle, parecía susurrarle al oído.
 
Recostado en el estereotipado diván blanco, Nícola daba rienda suelta en su cabeza a toda clase de fantasías sexuales. Adecuaba los escenarios que ella le proponía para la hipnosis: si tenía que imaginarse un inmenso campo verde, lo imaginaba con toda la paz y el colorido que ella le pedía pero añadiéndole el cuerpo desnudo de ella tumbado sobre la brizna verde.
 
Diría incluso no solo que ella percibía su excitación, sino que además la fomentaba incluyendo términos cariñosos en sus pautas. Apelativos del tipo rey, mi cielo se inmiscuían entre tecnicismos médicos que sonaban cada vez más cerca de sus oídos.
 
-No abras los ojos todavía -le indicó ella.
 
Sentía su respiración subiéndole por el cuello y cuando estaba a punto de llegarle a la boca, de repente, con brusquedad, se alejaba.
(...)
 
 
 
JAVI.

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