Aquello sí que no lo pudo olvidar.
En circunstancias normales, a partir
de contar con sus súper-poderes, Demencialwoman no tenía que hacer ningún tipo
de esfuerzo para descargarse de los malos recuerdos que a las no-superheroínas
se les enquistan más de una vez en alma y ánimo.
Mediocres traumatizadas –pensaba de
todas las que caían en depresión–, presas de ridículos fantasmas del pasado y del
futuro que como ella tiempo ha, deben recurrir a las vergonzosas drogas
recetadas por quienes osan llamarse profesionales de la salud para mantener a
raya las emociones que a ellas se les han escapado de las manos.
Pero eso, aquella minucia, tamaña
estupidez, le seguía nublando el pensamiento. Y le ponía muy nerviosa.
Tanto que le había perturbado en una
insólita noche de vigilia.
Con su súper-visión, tumbada en la
cama sin poder dormir, había escrutado rincones de su habitación en los que
jamás había reparado antes. La pared estaba hecha una pena: un desconchón, dos
inicios de grietas, algo de humedad en una esquina y una serie de extraños
puntitos negros que parecían querer representar algo por la forma en que
estaban dispuestos, esparcidos por el techo calculadamente. Una cosa trimbliquesca y un poco viripelqueriana, en su opinión.
Pequeñeces que le incomodaron hasta
el punto de no poder esperar a que sonara el despertador para, de un brinco,
ponerse manos a la obra.
Mientras preparaba una de las tres coladas
diarias, Demencialwoman diluía la mezcla de pintura en la cantidad de agua
indicada en la lata para darle una mano a las paredes, desayunaba un
desacostumbrado café bien cargado y su habitual tazón de cereales de fibra que
regulaban su taponado tránsito intestinal, leía las noticias de la prensa,
actualizaba su estado en facebook, se hacía el selfie para instagram y
retwiteaba un par de twits; se dedicaba a ordenar los dvds de las estanterías
y, ya de paso, a limpiarles el polvo porque aunque les pasara el trapo a
diario, las motas volvían a estamparse contra ellos sin la menor misericordia.
El poder súper-limpiador sí que le
habría gustado tenerlo. Su ampliado campo visual le mostraba una minuciosa
panorámica de todo recoveco, pelusa a pelusa, casi ácaro a ácaro pero sin darle
la opción de conseguir una solución definitiva contra el polvo.
Y no es que fuera una maniática de
la limpieza, sólo le enervaba lo infructífero de una tarea doméstica tan
tediosa.
Punto a punto, esas malditas
manchitas negras que, de cerca, ya no eran ni tan pequeñas ni tan redondas,
reaparecían por encima de la capa de pintura, como traspasándola, burlándose de
Demencialwoman si volvía a pasar el rodillo sobre ellas.
Una y otra vez, incansables, los
irrespetuosos puntos brotaban de nuevo delante de sus narices.
Todo el día estuvo pasando manos y
manos de pintura al techo a la vez que cumplía su jornada laboral en “su”
biblioteca –las bibliotecarias de pueblo tienden a olvidarse de que trabajan en
un lugar público que, de ser de alguien, sería de todos los habitantes del
pueblo, para considerarlo su dominio, su reino, su cárcel de oro como rezaba la
copla–.
Pero nada: los imborrables puntos no
solo seguían ahí, sino que aumentaban de tamaño y hasta parecía que iban
cambiando de forma. Como un caleidoscopio. Impertinente pero bastante
hipnótico.
Eso sumado al cansancio que arrastraba
por la noche sin dormir y por haberse hecho omnipresente todo el día, brocha
para arriba brocha para abajo, redactando la última guía de lectura, enviando
mails y atendiendo las demandas de los usuarios; le hizo quedarse dormida en la
escalera plegable a la que se había subido para pintar el techo de su
habitación y perder el equilibrio cayendo de bruces contra el suelo.
Le dolió solo la mitad, porque su
otra yo se había dormido plácidamente sobre el mostrador de la biblioteca.
Únicamente se dio por vencida a los
dos meses, cuando el tamaño de los puntos negros terminó por cubrir toda la
superficie del techo y empezó a bajar por las paredes.
Ni aunque reamueblara toda la
estancia con las novedades más coloridas del ikea más cercano conseguiría
iluminar la profunda oscuridad en que había quedado sumida su habitación, la
misma en la que ella cayó hacía ya algunos años.
Antes acostumbraba a enclaustrarse
los fines de semana en su santuario, a leer, a mirar cosas en Internet, a
dibujar o simplemente a dormitar y holgazanear pero ahora, todo ese negro se le
impregnaba como un pesado saco de tristeza y aquella habitación pasó de ser su
santuario a ser su peor condena.
Ya no le parecía tan nimio el pensamiento del que
seguía sin poder olvidarse. Tan obsesiva era la idea de una recaída que
finalmente se le volvió a enquistar la pena patológica.
Sus súper-poderes resultaron ser tan ilusorios como
su inquebrantable fortaleza.
Ole
ResponderEliminarEstá muy bien, genial casi. Cosas curiosas: ikea en minúscula e internet en mayúscula. Sugerencia: ya que osas a inventar palabras podrías tratar, como ejercicio creativo, también de definirlas...
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarNo oso, cumplo una de las pautas que se establecieron para el superhéroe/heroína. Y en cuanto a lo de ikea e Internet, como la RAE no se pronuncia, nunca sé muy bien cómo escribirlas.
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